La realidad es, a simple vista, algo muy sencillo: la pantalla que estás mirando ahora es real. Tu cuerpo acomodado en tu asiento al filo de la medianoche, el tic-tac del reloj en el umbral de la percepción. Todos los infinitos detalles de un mundo sólido y material que te envuelve. Estas cosas existen. Pueden ser medidas con una regla, con un voltímetro, una báscula. Estas cosas son reales.
Luego está la mente, medio atenta a la tele, al sofá, al reloj. Este conglomerado fantasmal de memorias, ideas y sensaciones que llamamos el yo existe también, aunque no en el mundo mensurable que nuestra ciencia puede describir. La consciencia es incuantificable, un fantasma en la máquina, apenas considerada real en absoluto, aunque en cierto sentido este vacilante mosaico de percepción es la única realidad verdadera que podremos conocer jamás.
El Aquí-y-Ahora exige atención, nos es más presente. Desdeñamos nuestro mundo interno de ideas como algo menos importante, aunque sencillamente la mayor parte de nuestra realidad física inmediata se originó en la mente. La tele, el sofá y la habitación, toda la civilización que los contiene, en un tiempo no fueron más que ideas. La existencia material se fundamenta por completo en un reino fantasmagórico de la mente, cuya naturaleza y geografía están aún por explorar.
Antes de que fuese anunciada la Era de la Razón, la humanidad había pulido estrategias para interactuar con el mundo de lo imaginario e invisible: complicados sistemas mágicos; crecientes panteones de dioses y espíritus, imágenes y nombres con los que etiquetábamos a poderosas fuerzas internas para su mejor comprensión. El Intelecto, la Emoción y el Pensamiento Inconsciente fueron convertidos en deidades o demonios a fin de que, como Fausto, pudiésemos conocerlos mejor; tratar con ellos; convertirnos en ellos. Las antiguas culturas no adoraban a ídolos. Sus estatuas de dioses representaban estados ideales a los que uno podía aspirar a través de una constante meditación sobre ellos.
La ciencia demuestra que en la realidad física jamás existió una sirena, un Krishna de piel azul o una concepción virginal. Sin embargo el pensamiento es real, y el dominio del pensamiento es el único lugar en que los dioses indiscutiblemente existen y esgrimen un tremendo poder. Si Afrodita fuese un mito y el Amor tan sólo un concepto, ¿negaría eso, entonces, los crímenes, las bondades y las canciones realizadas en nombre del Amor? Si Cristo sólo hubiera sido ficción, una Idea Divina, ¿invalidaría eso el cambio social inspirado por su idea, haría menos terribles las guerras religiosas? ¿O convertiría la superación humana en algo menos real, menos sagrado?
El mundo de las ideas es en ciertos sentidos más profundo y más auténtico que la realidad; y la televisión sólida menos significativa que la idea de televisión. Las ideas, a diferencia de las estructuras sólidas, no perecen. Permanecen inmortales, inmateriales y omnipresentes, como todo lo Divino. Las ideas son un paisaje dorado y salvaje por el que vagamos ignorantes y carentes de mapa. Cuidado: en última instancia la realidad puede ser exactamente lo que pensamos que es.
“Humo Sagrado: ¿qué es la realidad?”, por Alan Moore
Escrito para “London Weekend Televisión” en julio de 1998.